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Melones en el techo. Mejorar sin olvidar

Son las 15:00. Estamos en Jacarilla, Alicante, Vega Baja, casi tocando Murcia, el pueblo donde nacieron y vivieron mi madre y mi padre hasta que decidieron ir a Barcelona. Ayer empezaron las fiestas. Acabamos de comer y la sobremesa se alarga más de lo normal. Hoy me da por preguntar a mis padres qué hacían antes en las sobremesas, además de hablar o de dormir la siesta (para eso no hace falta electricidad ni tecnología, sólo tiempo y sueño). No podían consultar el móvil, o compartir la foto del plato repelado de la mesa después de sopar hasta el último resto del frito de tomate con conejo, o ver la vuelta ciclista para asegurar la siesta. Antes sólo habían dos opciones: charlar (menos mal que eso no lo hemos perdido del todo) y, en el caso de los más pequeños, jugar con lo que hubiera a mano.

Agua de Temu en (de)construcción (blog).

En invierno, alrededor de chimeneas que llenaban paredes enteras. Tan grandes que hasta mi padre se metía en un lateral, dentro de la propia chimenea. Como dice él: ‘culo frío, cara ardiendo’. En verano, a la calle, previamente barrida y rociada a «zarpas» con un cubo de agua del pozo, como no, por una mujer. Sillas en el portal, no asfaltado aún ni embaldosado, y a tomar el fresco, cosa que aún se hace hoy. De las cosas que más me gustan del pueblo en verano son los corros de conversaciones en las puertas de uno o de otro, donde vecinos se encuentran para ponerse al día y conversar sobre las últimas novedades del pueblo: otro muerto, uno que se ha caído y está en el hospital, una que por fin ha parido a la semana 41 y, mientras, va pasando gente y todo el mundo dice: ‘Buenas noches’. Y después de hacerlo notas un murmullo detrás tuyo. Comentarán si eres la hija de Carmen, la de Barcelona. O si creo que tienen dos ‘chiguitos’ ya. O si ese que va con ella creo que es su pareja, ¡qué delgado!.

Espores.org (blog)

Pero antes, en verano, no sólo salían a la calle a hablar y ver pasar las horas más frescas y habitables del día, sino que también se ayudaban unos a otros. Entonces, en mi pueblo se vivía de la agricultura (maíz, patatas, melones, etc.) Cuando una familia había recogido la cosecha del maíz la dejaba en su puerta y lo anunciaba a los vecinos, que esa noche se reunían allí para ayudar a ‘espellolfar’ (quitarles las hojas de fuera a las mazorcas). Con esas hojas se hacían colchones para dormir. Todo se usaba, poco se tiraba. Eso sí era ‘economía circular’ pero basada en el sentido común y la necesidad, sin definiciones ni fórmulas ni reglamentos. Sigo con las mazorcas: y cuando salía una de color rojo (perfectas para hacer ‘tostones’, palomitas) alguien le tenía que dar un beso al del corro y todos los ‘zagales’ (niñas y niños) se tiraban encima del maíz. Era una manera de celebrarlo. Diversión y trabajo, y colaboración. Otra noche le tocaría a otro vecino o vecina. Y así eran las noches, en comunidad.

Y a partir de este punto de la conversación me ha interesado saber cómo lo hacían antes para mantener los alimentos y para cocinar, teniendo menos medios que ahora aunque seguro que más tiempo, ya que los ritmos eran otros y la mayoría de mujeres, por no decir todas, trabajaban en casa criando a los pequeños, cuidando a los viejos, y economizando cada miga de pan o cada trozo de tocino de la matanza. No se tiraba nada, no se lo podían permitir. Cada alimento había costado lo suyo. Demasiado trabajo como para no sacarle partido.

  • La leche se iba a buscar a los establos de la gente que tenía vacas y cabras, y directa a la lechera de aluminio (especial para eso) y de allí, en un entorno de estiércol y moscas, directo a casa y a la barriga. Sin procesos de pasteurización, ni de enriquecimiento con omega 3, 4, 5…, ni enriquecida en calcio. Las vacas no sé si eran felices pero seguro que las cuidaban bien porque tenían como mucho dos y más de una campaba a sus anchas. A esto ahora le llamamos ganadería ecológica, ¿no?.
  • El pescado era un lujo que muy pocos se podían permitir, por no decir casi nadie. Una boda en la que sirvieran merluza pasaba directamente a ocupar el primer puesto en las bodas del año. Se compraba habitualmente a vendedores ambulantes, llevaban una caja de pescado recubierta de hielo en el portaequipajes de una moto o bicicleta. Mi padre, de pequeño, a veces «robaba» un trocito de hielo y se lo metía en la boca, ‘¡que fresquita!’.
  • La carne, otro lujo. Como mucho pollo y conejo, de corral, claro. Aquí en el pueblo eso sí que lo he visto. Mucha gente ha criado hasta hace poco (ahora pocos lo hacen) conejos, pollos y pavos. ‘¡Guárdame una pava para Navidad, pero que sea negra, que es más sabrosa!, ¡Quiero dos conejos para pasado mañana que llega mi Carmen y quiero hacer un arroz para todos! Ir a comprar huevos recién puestos es algo que solo he podido hacer en Jacarilla. O un conejo y ver como mi tía lo mataba y separaba cada parte para su función final.
  • La carne que más se comía era la de cerdo. Se hacía la matanza una vez al año y de allí salía lo suficiente para los doce meses siguientes. Días enteros haciendo salchichas, blanco (butifarra blanca), morcillas y preparando el tocino y los futuros jamones para curar en casa y aprovechar largos meses. Incluso aquí había trucos: poner sal a los huesos para que duraran más y pudieran aprovecharse más de una vez para hacer caldo, colgar tocino de una cuerda y de una carrucha (como el sistema para sacar agua del pozo) y meterlo en la cazuela para hacer cocido y cuando el agua hervía una hora, se sacaba el tocino con la cuerda y se dejaba colgado a la espera de otro cocido. Esto último lo hacía mi tatatarabuela la ‘Tía Monja’. Eso sí que es amortizar un cerdo y reaprovecharlo varias veces.
  • Pero lo que más se comía eran verduras, hortalizas y legumbres. Estas últimas, proteína de pobres pero bien buenas y ahora de moda. ¡Qué modernos somos!
  • El pan. Antes la mayoría de gente se hacía el pan en casa, con sus propios ingredientes o con los que había intercambiado con el vecino o los familiares (unas patatas por harina, un conejo por tomates y huevos, etc.) Intercambio en estado puro, de estraperlo, sin impuestos. Comida por comida. El objetivo, acabar el día y haber comido. Volviendo al pan. También había gente que lo hacía en su casa y lo llevaba al horno del pueblo para que se lo cocieran. Ahora el horno del pueblo, al que vamos en casa, ya no sólo venden pan y todo tipo de pastelería imaginable, sino que se ha convertido en un pequeño supermercado.
  • Los higos se untaban en harina después de haberlos secado encima de un «sarso» (cañas atadas entre sí) y de ser prensados con piedras. El objetivo, comérselos como frutos secos.
  • Los melones se colgaban de las ‘colañas’ (vigas) con unas cuerdas para que se conservaran mejor, al no tocar el suelo.
  • El aceite se hacía en las casas. La gente llevaba sus propias olivas a un par de prensas (una «almasara») que había en el pueblo y así cada uno se podía hacer su propio aceite. Aceite de oliva 100% natural.

No le digas a mi madre que estoy haciendo fotos (blog).

La Troje de ana higos

Como no había frigoríficos, porque pocas casas tenían luz, usaban las neveras, aunque tampoco muchos las tenían. Su nombre viene de eso, de nieve, de hielo. Por las calles se repartían bloques de hielo, los cuales se metían en las neveras junto con la comida que había que conservar. Y tardaban en deshacerse. Las bebidas, vino, el sifón y las frutas, melón, y el melón de agua (sandía), se metían al fresco en el pozo. La falta de electricidad y de otros combustibles como el butano o el gas, obligaba a ir con lámparas de aceite o ‘candiles’, y a cocinar al fuego. Otro ritmo. Sin colorantes ni conservantes. Ahora lo llamamos ‘natural’, ‘sano’, ‘ecológico’, ‘km0’, ‘local’, ‘de proximidad’, ‘sin aditivos’, ‘sin transgénicos’, ‘sin gluten’, ‘sin aceite de palma o de girasol’, ‘sin sal o sin azúcar’… Antes le llamaban comida y punto. Hemos tenido que poner tantos adjetivos a la comida que ya no parece comida sino más una declaración de intenciones.

Ya sé que no son comparables el ahora y el antes (hablamos de los años 50-60). La principal actividad era la agrícola y la ganadera mientras ahora lo es la industrial, nuevas tecnologías, servicios, etc. La incorporación de la mujer al mundo laboral también obligó a cambiar esta lentitud y sumada a la llegada de la electricidad, del agua corriente y del dinero como moneda de cambio, todo muy ligado a la industria y la construcción como motores económicos, también permitió que los cultivos fuesen más productivos, resistentes y rápidos (con herbicidas e insecticidas), la carne y el pescado más accesible, etc.

Las ceremonias y tradiciones asociadas a la vida en el campo y en la casa se cambiaron por el trabajo fuera de casa y la relegación de las tareas de preparar las comidas, a las industrias agroalimentarias (con sus comidas preparadas, envasadas y de rápida cocción). Se dejó de tener tiempo porque también se dejó de tener la necesidad de vivir tan ‘justo’, lo cuál no es malo. No creo que fuera cómodo ni que la gente en su momento lo viera como una opción más sostenible (tal como lo entendemos ahora), sino que lo veían como la única opción. O eso o no comer, y más aún en familias de como mínimo 4 hijos e hijas.

Cuando mantienes una conversación así te parece ‘ideal’ lo poco que se necesitaba antes para vivir, cuando en realidad estaba asociado a falta de recursos o bien a recursos escasos y muchas bocas que alimentar. Está claro que contaminaban menos, porque tenían menos. La casa era de cada uno (¿hipotecas? ¿alquileres?), aunque Jacarilla fue el último feudo de la zona dónde las tierras eran propiedad de un barón, primero, y de un marqués, después. La ropa se reutilizaba del hermano mayor al menor y se remendaba sin parar (incluso se compraban zapatos nuevos de talla grande para que todos los pudieran usar, turnándose las noches para usarlos al salir a ‘festear’). Cada uno se reparaba lo que dejaba de funcionar, el huerto daba para vivir e intercambiar con el resto. El único objetivo, comer y seguir adelante. Bebés y pequeños criados en sus casas hasta los seis años, colaborando en todas las tareas y entendiendo de dónde viene cada alimento y lo que cuesta conseguirlo. ¿Perseguir a un niño para que coma o meriende, entonces? Impensable. Ahora parece que para algunos pequeños, comer sea una obligación, no una necesidad.

En fin. Reflexiones post-vacacionales. En un siglo en el que proclamar la ‘slow way of life’, consumir productos ecológicos y locales y un consumo más consciente es tendencia; no olvidemos que ahora sí que es una opción equilibrar nuestra manera de consumir, pero antes no lo era. Hemos pasado de la única opción de gestionar una necesidad a una manera de vivir alternativa. De comer comida a comer algo parecido a la comida. De adaptarnos a los ritmos marcados por el campo y la cría de los animales a adaptarnos a los ritmos marcados por la jornada laboral, por los horarios escolares y por la necesidad de llenar la agenda de ocio y vida social. Ambas opciones son duras, pero si hemos de hablar de ‘vida sostenible’, me parece que la primera lo es más que la segunda, aunque no ideal.  Cuántas familias enterraron a más de 3 ó 4 hijos, cuántos jóvenes morían, cuántas mujeres pariendo lo hacían también. Tener 50 años entonces es como tener 70 o más ahora. No era ideal pero sí era más consciente. De dónde viene lo que comemos, cuánto puede y debe durar, cómo mantenerlo en buen estado. Cómo vivir con dos ‘hatos’ de ropa remendados y compartiendo un par de zapatos con seis hermanos. Cómo hacer durar las sábanas, mil veces remendadas. Conscientes eran, no sé si más o menos felices, pero sí más conscientes. Todo tiene que ver con la disponibilidad del tiempo y con las necesidades que se tengan cubiertas.

Tener más parece que no se ha podido separar de contaminar más. Lo hemos hecho no mal, peor. Ahora es el momento de recuperar la consciencia sobre lo que impacta nuestra manera de consumir e intentar cambiar aquello que podamos. No hace falta que nos hagamos cada día el pan, o que colguemos los melones en nuestros salones, o que matemos un cerdo al año. Simplemente, saber de dónde venimos y dónde estamos. Y, sobre todo, dónde no queremos llegar.

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