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Decrecimiento o extinción

Crecer, un imperativo social moderno

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Decrecer también lleva asociados unos cuantos ‘más’ como vivir más lento, con más tiempo libre, de manera más consciente, más cerca de las personas que te rodean… No se trata, pues, de obsesionarse con la palabra: crecer o decrecer. Se trata de cuestionar el modelo actual basado en un crecimiento ilimitado que resulta inviable y que nos ha llevado a un posible colapso que condiciona de forma irreversible nuestro futuro y presente.

El crecimiento forma parte de nuestras vidas: nacemos, crecemos y morimos. El objetivo de todo proyecto vital y profesional ha sido avanzar, crecer, mejorar… Sobre todo en las últimas décadas. De hecho, lo de ‘prosperar’ es un concepto bastante moderno que, seguramente, muchos de nuestros antepasados ​​no aplicaban o por carencia de recursos o por falta de tiempo o de interés o sencillamente porque era más importante ‘sobrevivir’. Esto de crecer es mucho del primer mundo, como las enfermedades mentales o las aspiraciones personales. Tampoco interesaba que la población tuviera ambiciones, no más que las de los nobles acomodados. No era, pues, un valor que se promovía entre la ciudadanía. Más tarde, Ford puso al alcance de todos sus trabajadores un coche e incluso tiempo de ocio para disfrutarlo: sembró la semilla del consumismo, que se basa en tener más, en crecer. Entonces la publicidad y los medios hicieron el resto y hasta la fecha.

Resulta muy fácil, prepotente y autoritario decirles a otros países que todavía no han podido crecer como nosotros, que no lo hagan. Les decimos que no deben emitir contaminantes y que no generen residuos mientras nosotros hemos estado fabricando nuestros productos en sus territorios y explotando sus recursos, y enviando nuestros residuos a sus vertederos no controlados. Les decimos que no se desarrollen tanto como nosotros, que no se equivoquen como lo hemos hecho nosotros. Y, de hecho, lo que no hemos reflexionado es que si ahora nos estamos planteando decrecer es porque hemos crecido demasiado y mal. ¿Es posible, pues, decrecer sin haber crecido antes?

Desde el crecimiento económico a otros como el crecimiento personal, la sociedad nos obliga a ser, tener, querer, poseer… ¡más! No puede ser que a medida que pasan los años tengas menos cosas, seas menos. Esta es la presión que tenemos. Hacerse mayor equivale, ahora mismo, a acumular cada vez más posesiones, más responsabilidades, más experiencia vital y profesional… El ‘más’ es hacia dónde vamos. Por tanto, cuesta mucho pensar que el decrecimiento puede ser una buena alternativa al actual modelo económico. Esta es la primera barrera a superar y debe trabajarse desde la educación y la sensibilización ambiental, y también, por supuesto, desde el propio sistema que nos hace creer que el crecimiento es la única opción.
 

La pandemia, un decrecimiento forzado

Un ensayo de lo que puede suponer parar nuestra actividad humana (y económica resultante) a nivel ambiental (y no sólo económico) ha sido la pandemia de la COVID-19 que ha supuesto un bache y nos ha obligado a no crecer, de repente. Se trata de un hecho que no podría haberse dado de otro modo. Imposible ponernos de acuerdo en dejar de trabajar y consumir. Pero este virus nos lo ha puesto delante y el hecho de detener la actividad económica y, por lo tanto, detener la dinámica de crecimiento asociada a nuestro modelo económico actual ha supuesto una sorprendente pero previsible mejora de muchos indicadores ambientales. Eso sí, se trata de un año anómalo que a pesar de haber supuesto numerosas mejoras en lo que se refiere a la reducción en el consumo de recursos y la generación de emisiones y residuos; no puede despistarnos de que, en el momento que nos recuperemos, volveremos a hacer exactamente lo que hacíamos antes (aunque algunos cambios hayan llegado para quedarse). No se trata, por tanto, de un hecho estructural que se mantendrá en el tiempo. Pero sí de un ensayo único para valorar cómo nuestros actos cotidianos tienen un fuerte impacto ambiental, económico y social.

Por ejemplo, en Barcelona, ​​la pandemia supuso, en su momento álgido, una reducción de un 17% de las emisiones de gases de efecto invernadero y del 75% de la contaminación del tráfico. En Madrid este bajón en la contaminación proveniente del tráfico fue del 57%. Como es de esperar, en la ciudad de Wuhan (China) la concentración de NO2 se redujo drásticamente en un mes; así como en el conjunto del país. Sin embargo, sólo pocos meses después de los confinamientos más estrictos, los niveles de contaminación ya se habían recuperado; como ha ocurrido en Madrid y Barcelona. Y la reducción de emisiones ha sido una anécdota que no ha supuesto ningún cambio de tendencia en cuanto a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, tan necesaria.

Pseudo-alternativas y alternativas al modelo de crecimiento económico

Lo de decrecer no es un concepto nuevo. Hace mucho que hablamos sobre ello, aunque nunca lo decimos por su nombre porque en realidad no estamos de acuerdo con lo que implica. Nos da miedo y respeto. Desde el ‘desarrollo sostenible’ hasta otras formas de nombrar la idea de seguir creciendo, pero con un menor impacto, hemos ido utilizando varios conceptos como: ‘economía verde’, ‘economía azul’ o incluso la denominada ‘economía circular’ o los ‘Objetivos de Desarrollo Sostenible’. En ninguna de estas alternativas al actual sistema se renuncia a crecer. La economía circular, por ejemplo, plantea cómo podemos seguir produciendo aprovechando más los recursos; pero, en definitiva, cómo seguir produciendo como hasta ahora. Y con los ODS ocurre lo mismo; de hecho, ¿dónde está el objetivo dedicado al decrecimiento?

Por otra parte, existen otras opciones donde la economía o el crecimiento no están en el centro. Una que últimamente se está implementando en ciudades como Ámsterdam, Copenhague o Londres, y ahora también en Barcelona: es la economía del donut. Esta propuesta pone límites al crecimiento del modelo económico actual con criterios de sostenibilidad ambiental y justicia social, situando a las personas en el centro. Se trata de poder ‘prosperar’ corrigiendo las desigualdades entre las personas y garantizando la habitabilidad actual y futura del planeta. Prosperidad. Otro concepto, en según qué casos, bastante subjetivo. En cualquier caso, prosperar, según la economía del donut, implica no tener que renunciar a todo para conseguir una sociedad justa y equitativa en un planeta que mantiene su equilibrio ecosistémico.

La autora de esta nueva visión es el economista de la Universidad de Oxford Kate Raworth, quien explica que el modelo del crecimiento económico infinito ha quedado obsoleto y es necesario enfocarlo de nuevo para garantizar la sostenibilidad ambiental y la justicia social. Los indicadores que se analizan son de dos tipos: ambientales como las emisiones de CO2, la huella ecológica o los usos del agua; y de satisfacción de vida, salud, sanidad, empleo de calidad o acceso a la energía o a la educación. Se trata de pasar de unos indicadores centrados en la economía (PIB, Ibex 35, etc.) a otros donde la calidad de vida y la salud ambiental del planeta son los protagonistas. En este caso no se habla de crecer o no, se habla de prosperar, de avanzar, pero de otra forma, con otro objetivo principal: mejorar la vida de las personas.

Decrecimiento o barbarie

Y aquí aparece, por fin, el ‘decrecimiento’ como propuesta sistémica. El primero en utilizar la palabra decrecimiento (décroissance, en francés) fue André Gorz en 1977. Aquí se explica muy brevemente la historia. Francia e Italia han sido las cunas de este movimiento, aunque resulta difícil poner una fecha de inicio ya que sigue la línea de otros movimientos anteriores, como por ejemplo el de la antiglobalización.

Intelectuales, periodistas, profesionales y activistas hace tiempo que hablan y que practican el decrecimiento aquí en Cataluña como Arcadi Oliveres, Jordi Pigem, Enric Tello, Joaquim Sempere, Antonio Cerrillo, y muchos otros. Y más recientemente, se han sumado Jorge Riechmann, Antonio Turiel, Carlos Taibo, Yayo Herrero (¡una mujer!), etc. El concepto aparece muy ligado a la crisis climática, de recursos y social asociado al modelo capitalista. Por tanto, aunque Serge Latouche se considera como uno de sus ideólogos, es la suma de muchas visiones y aproximaciones lo que han ido dibujando el decrecimiento como tal; aunque no existe una única definición o fórmula para contarlo y practicarlo.

Según Latouche, el sentido del decrecimiento no es una opción, sino que vendrá impuesto por los límites al crecimiento, idea que refleja con su expresión: «Decrecimiento o barbarie». Como afirma Noam Chomsky, en su libro ‘Cooperación o extinción’, no se trata de obligar a nadie a que coopere, pero sí se trata de plantear esta opción como la alternativa frente algo peor: la extinción. Por tanto, el decrecimiento no es un concepto en negativo, sino una opción necesaria. De hecho, para muchos pensadores ya no es una opción, sino un hecho que nos sitúa, hoy, ya, en un proceso de transición más o menos consciente. Tal y como especifica Amaia Pérez Orozco (¡otra mujer!) en el prólogo del libro ‘Decrecimiento. Vocabulario para una nueva era’: ‘El desarrollo y el crecimiento han fracasado, el reto ahora es fracasar mejor: evitar la salida ecofascista de la crisis; evitar la proliferación y el agravio de malvivires desiguales y, lo que es lo peor, naturalizarlos y legitimarlos (…) La gran apuesta es celebrar el fracaso”.

Se trata, pues, de plantear el decrecimiento desde todo lo que aporta y no todo lo que nos quita. Porque decrecer también lleva asociados unos cuantos ‘más’ como vivir más lento, con más tiempo libre (asociado a una reducción de la jornada laboral), de manera más consciente, más cerca de las personas que te rodean… No se trata, pues, de obsesionarse con la palabra: crecer o decrecer. Se trata de cuestionar el modelo actual basado en un crecimiento ilimitado que resulta inviable y que nos ha llevado a un posible colapso que condiciona de forma irreversible nuestro futuro (y presente). Tal y como dice Alicia Valero en esta entrevista de El Crític “No encontrar lo que buscas en la tienda será el pan de cada día”. ¡Ya está pasando y hay que reaccionar!

La ecoansiedad, que yo también llamaría ecofatiga, nos ha llevado a reaccionar mal frente a la opción del decrecimiento. Cuando propones bajar el ritmo y regirte por este movimiento, todo el mundo te mira no sólo con incredulidad y escepticismo, sino también con cierto cabreo y más ahora que la pandemia -todavía presente- no nos deja pensar en clave de futuro. Decrecer, pues, sigue asociado a perder privilegios (esto es un tema cultural y totalmente inoculado en nuestro imaginario colectivo). Y tenemos miedo a no poder mantener el ritmo de vida actual. Es normal. Las transiciones de modelo no son fáciles, generan muchos anticuerpos (resistencias) y, normalmente, generan situaciones de inestabilidad económica y social, y muchas injusticias donde los colectivos vulnerables serán los más perjudicados. Pero todo cambio implica esto, una crisis. Hay que transitar de la forma más justa posible, pero la pérdida de control está asegurada y la angustia asociada, también. Pero también creo que pasar a un modelo donde las personas seamos el centro (de forma equitativa y justa) y donde se tengan en cuenta los límites del planeta (que nos acoge, sin ser nuestro) será un modelo mejor para todo el mundo donde lo que ahora puede parecer una renuncia puede llegar a ser una verdadera ganancia: más salud, más tiempo, más conciencia, más empatía…

En el decrecimiento el ‘más’ también está, y además está para todo el mundo.

Artículo publicado en la Revista Valors y en Sostenible.cat.

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