Logotipo Quincalla

La punta del iceberg

 

Este es uno de los artículos del libro coral ‘Alerta greenwashing. El ecoblanqueo en España’ que hemos publicado con Pol·len Edicions junto a otras autoras y autores.

“Solo quería comprar un champú”

Su única sobrina llegaba esa misma tarde. Sabía que llegaría cansada y con ganas de una ducha. Así que debía rellenar el estante del lavabo con el máximo número de productos posibles para ejercer su papel de anfitriona a la perfección. Se acercó al único supermercado del pueblo y dedicó más de quince minutos en escoger champús, acondicionadores, geles de ducha, piedras pómez, esponjas de colores… En fin, demasiadas cosas.

Después de unos cuantos abrazos y besos en los oídos (de esos que te dejan sorda), y tras un largo viaje de siete horas en tren, decidí ducharme. Sí, la sobrina soy yo y la consumidora compulsiva es mi tía, que entonces tenía unos 70 años. 

Entré en la ducha y, como si del aparador del propio supermercado se tratase, tuve que dedicar varios minutos para escoger un champú. Empecé a lavarme el pelo pero no salía espuma… Resulta que estaba usando un acondicionador. Seguí buscando un champú, pero entonces comprobé que todos los productos para el pelo eran acondicionadores. ¡Todos! Al final me lavé el pelo con el gel de ducha, que también tuve que escoger entre diversas opciones. 

Al salir del lavabo, mi curiosidad era infinita. Así que le pregunté a mi tía el porqué de tantos productos y el porqué de tantos acondicionadores. Fue entonces cuando me explicó que había estado mucho rato buscando el mejor champú (para mi). Ella solo quería comprar un champú. Sabe que me preocupa consumir según qué productos y además quería que fueran los mejores. Así que, y no siendo esa su costumbre, debía escoger entre múltiples opciones con mensajes del tipo: «con productos naturales», «sin aditivos», «bio» (prefijo que fue prohibido en su momento para productos que no procedían de la agricultura ecológica), «sin productos tóxicos», «sin parabenos», «ultra suave», «el mejor contra el encrespamiento», «especial cabellos lisos y secos», «envase compostable», «ecocertificado» y el famoso «2×1», entre otros. Porque el ahorro también es importante y más cuando tienes 70 años. 

De hecho, y resultaba bastante evidente, mi tía había escogido los envases con letras y números más grandes y colores más chillones, aunque no entendiera del todo lo que querían decir. El diseño del packaging es clave, lo sabemos. Y también lo es su ubicación en el estante del supermercado, la iluminación y, sobre todo, los mensajes que se lanzan al consumidor. En este caso consumidora. Se fijó tanto en lo más llamativo que no se percató de que en ningún caso estaba comprando un champú. Y no quiero restarle responsabilidad a mi tía, un poco despistada y excesiva en la elección de demasiados productos. Pero cuando la palabra «champú», que es la que debería ser más visible, es la menos visible, a todos nos puede pasar. Con 70 o con 30 años.  

Pero esta anécdota, ¿qué tiene que ver con el greenwashing? Bueno, es una manera de introducir cómo los productos nos pueden seducir desde la manipulación de nuestras expectativas y nuestros propios valores o inquietudes. Y en el caso del greenwashing, directamente desde el engaño. El único objetivo es conseguir vender un producto haciendo que parezca más sostenible. 

Pero, cada vez más, los consumidores empiezan a reclamar productos que digan la verdad, que no mientan. Tampoco es pedir demasiado. Nos hemos acostumbrado a que nos digan medias verdades o nos hagan sentir mejor comprando un producto en el que no creemos. Pero estamos reaccionando y las empresas lo saben, y así se lo hacen saber a departamentos de marketing que, rápidamente y con presupuestos desorbitados, están incorporando todos esos valores ambientales en sus productos; sean o no ciertos. 

Antes de continuar con el artículo quería hacer una aclaración, creo importante, o al menos para mí lo es. Aunque me centre en el greenwashing, no creo éste se pueda separar del socialwashing. ¿Qué sentido tiene preocuparse por si un producto sea o no ecológico o si está envasado con materiales más o menos contaminantes, si este producto contribuye a aumentar las desigualdades y la injusticia social? Las tres esferas de la sostenibilidad (la económica, la social y la ambiental), aunque la mayoría de veces se tiendan a explicar separadas, están íntimamente relacionadas y una sin la otra no tiene sentido. Por ejemplo, y para cerrar este largo paréntesis, el modelo del City Donut [doughnuteconomics.org/about-doughnut-economics] consiste en poner límites al crecimiento del modelo económico actual con criterios de sostenibilidad ambiental y justicia social, sin renunciar a prosperar, pero corrigiendo las desigualdades entre las personas y garantizando la habitabilidad actual y futura del planeta. Se trata de una estrategia integral que por fin incorpora y equilibra la triple visión de la sostenibilidad, y además lo hace con una aplicación directa en políticas públicas. Si esta visión del «donut» se aplicase no únicamente a las ciudades sino también a todo aquello que consumimos, sería más fácil escoger sabiendo que no nos dejamos nada y que la coherencia es real y global. 

  

Las diferentes caras del greenwashing

Envases compostables, biodegradables, reciclados, reciclables, etc., son conceptos que de manera común encontramos en muchos productos, aunque en la mayoría de casos o bien no sea cierto o bien esté expresado de forma confusa, ambigua, y en muchos casos más compleja de lo necesario. Nos encontramos con ropa etiquetada con una composición de algodón orgánico pero  «Made in China». O bien directamente «ecodiseñada». O un zumo 100% natural, sin azúcares añadidos. O un coche cero emisiones y que te hace sentir libre o respetuoso con el medio ambiente. O energía verde o limpia. O un festival de música sostenible zero waste. O una botella de plástico reciclada, reciclable, biodegradable, compostable y neutra en carbono. Un sinfín de denominaciones mal usadas, muchas veces contradictorias entre ellas y que juegan con nuestra preocupación por escoger el producto «menos malo posible» (descartando, en la mayoría de casos, que exista una «buena opción posible».)

Pero no nos fijemos sólo en los mensajes que acompañan a los productos que compramos, formando parte de su envase. Hay muchas otras formas de engañarnos. Puede ser que aquello que se esté informando sobre el producto no sea falso (sin aceite de palma o con productos naturales) pero sí que lo sea aquello que no se nos está diciendo (provoca deforestación en espacios protegidos y pérdida de biodiversidad). Y este greenwashing es realmente complicado de identificar a no ser que dispongamos de mucho tiempo para hacer una «tesis doctoral» cada vez que tenemos que escoger por primera vez un producto concreto. Otro ejemplo de esta práctica, denominada trade-off, sería un producto que se anuncia como «verde» destacando algunos atributos, pero ocultando otros que no responden a esta denominación. En este caso no se nos está mintiendo, pero sí se nos explica sólo medias verdades. Sería el caso de anunciar «eficiencia energética» en un producto electrónico que contiene, en su composición, materiales peligrosos (Fanjul, 2011; Hay Eco, 2017).

También puede pasar que la empresa o marca que nos ofrece un producto concreto se presente como ejemplar a nivel ambiental, con certificaciones que incluso pueden ser ciertas y reconocidas. Pero, ¿y si esa empresa trabaja con proveedores que no cumplen con esos mismos estándares? Esto ha pasado con diversas tecnológicas mainstream que cuentan con política ambiental, certificación relacionado con la justicia social, con el trato de sus propios trabajadores, etc.; pero que no se responsabilizan de cómo trabajan las empresas de toda su cadena de producción (que suele implicar muchas empresas, la mayoría ubicadas en países con regulaciones más permisivas). En este sentido existe una organización, Electronics Watch [electronicswatch.org/es], que precisamente se dedica a auditar de manera independiente grandes empresas tecnológicas, así como toda su cadena de valor.

Otro tipo de greenwashing, ocurre que las empresas inventan logotipos, imágenes o expresiones no reguladas con la finalidad de que el producto parezca más responsable con el medio ambiente; llegando a mentir incluso sobre sus propiedades. En este caso se trata directamente de falsificación o bien a través de etiquetas o de datos falsos o incluso de informes científicos inexistentes. Esta práctica se denomina fibbing y un ejemplo sería el uso de etiquetas directamente inventadas o que se parecen a otras verdaderas como EcoLogo, Energy Star o Green Seal sin que ello sea cierto (Fanjul, 2011; Hay Eco, 2017).

Más allá del greenwashing asociado a la compra de un producto «físico», diariamente consumimos y contratamos muchos otros productos y servicios que también pueden ser engañosos. Se trata de las empresas que nos abastecen de recursos (agua, luz, gas) así como servicios tecnológicos (internet). Estas empresas, sobre todo aquellas cuyas fuentes energéticas provienen de combustibles fósiles, han tenido que mejorar su imagen para evitar que huyamos a otras menos contaminantes y con otros valores empresariales. ¿Cómo lo han hecho? Pues invirtiendo un bajo porcentaje de su presupuesto en energías renovables para poder hacer un anuncio en un prado con una familia ideal bajo unos aerogeneradores majestuosos o una escena bucólica bajo el sol en un huerto solar. Todo eso mientras siguen produciendo la mayor parte de su energía a partir del petróleo, el gas natural, el carbón, etc. Directamente crean una filial con su nombre en algún pantone «verde» o con un adjetivo tipo «sostenible» o «limpio». O bien se inventan una fundación desde donde poder «hacer el bien», captando y fidelizando a sus clientes.

Pero no se acaba aquí, y seguro que me dejo muchos tipos de greenwashing, ya que también hay empresas que siguen funcionando como siempre, sin cambiar nada, sin la intención de transitar hacia un modelo más sostenible y ético; pero mientras, invierten o patrocinan a empresas o eventos «responsables» para poder ponerse la medalla. Es por ello que nos podemos encontrar publicidad de grandes petroleras en una revista de consumo responsable o una importante marca energética dando nombre al escenario de un festival cuyo público asistente se preocupa por el actual modelo. Resulta que las marcas que realmente están haciendo un cambio real de base (pero de verdad) suelen ser pequeñas y con recursos limitados y no pueden patrocinar grandes eventos. 

Todos estos tipos de greenwashing están jugando con la confianza de los consumidores, que ya no se creen nada y no valoran cuando una empresa realmente está haciendo un esfuerzo por cambiar su modelo de producción y de negocio hacia otros más sostenibles.  

 

La fábula del lobo

Es entonces cuando nos encontramos con un producto sostenible y, lógicamente, no nos fiamos de él. «Seguro que nos están intentando engañar de nuevo», pensamos. Es como la fábula del pastor y el lobo. Nos han dicho tantas veces medias verdades o, directamente, mentiras, que es probable que no estemos preparados para reconocer un producto cuya propaganda nos está diciendo la verdad. Es la falta de costumbre. 

En ese momento nos convertimos en consumidores desconfiados, que cada vez exigimos más pero que también nos sentimos cada vez menos seguros en el momento de escoger. Esto nos sitúa en un limbo donde el criterio en el momento de comprar es voluble y manipulable, por más que tengamos claro lo que preferimos.

La pregunta es si somos capaces de reaccionar cuando realmente viene el lobo, es decir, cuando un producto se comunica y anuncia tal como es. Por ejemplo, delante de un puesto del mercado, de una frutería, donde podemos comprar una lechuga normal (de cultivos intensivos y que proviene de lejos o de invernaderos) o una ecológica y de proximidad. En el segundo caso no se han usado herbicidas ni pesticidas en su cultivo. Además, ha sido cultivada directamente por el agricultor, intentando fomentar circuitos cortos de comercialización. En este caso el marketing también existe: «compra mi lechuga, la ecológica». Pero respecto a otros productos hay una diferencia: lo que nos dice es verdad. Porque el marketing como tal no es el problema. Es la perversión de éste lo que nos ha llevado a un sistema de desconfianza entre los que ofertan y los que consumimos. 

Una manera de ganar esta confianza es conocer a quien ha diseñado o producido el producto en cuestión y nos cuenta su historia y cómo ha conseguido diseñar esas sandalias o cultivar esa lechuga de manera sostenible. Por eso funciona el storytelling. Nos seduce aquello que conecta con nuestras emociones, que encaja con nosotros y nuestras creencias, que nos hace sentir parte de algo más grande… Pero esta técnica, lamentablemente, también se la han agenciado los vendedores de todo tipo de productos. Aunque las historias sean totalmente inventadas, es decir, falsas.

Ante tantas técnicas para la venta, ¿qué capacidad real tenemos los consumidores para saber si el lobo está viniendo o no? ¿Para saber si aquello que se nos explica y comunica es cierto? Además, saber no siempre nos lleva a la mejor elección. Entonces, ¿qué hacemos?

Receta básica para evitar el greenwashing 

No se trata de la receta de una tortilla de patatas o de un arroz a la cubana (aunque ambos platos tengan su secreto). No son unos pasos fáciles a seguir, que siempre funcionen o incluso que apetezcan. Simplemente es un punto de partida, un proceso a seguir para poder huir de las mentiras que nos venden día sí día también. 

  1. Consumir de manera pausada y consciente. Quizás el primer punto de este recetario es el más difícil pero también el más importante: preguntarte más de una o dos o tres veces si aquello que vas a comprar lo usarás más de un par de veces. Pensar si realmente responde a una necesidad real o autoimpuesta por una moda o bien a un bajo momento emocional o simplemente a un afán incontrolable de tener algo que aún no tienes. 
  2. El segundo punto tampoco es fácil. Consiste en dedicar tiempo a entender qué estás comprando y a saber interpretar los mensajes que te llegan constantemente. Y me centro en los de temática ambiental, claro. Me refiero a entender la diferencia entre algo reciclado, reciclable, biodegradable, compostable, de comercio justo, etc. Es posible, y digo solo posible, que las marcas o productos que usan estos términos de manera equívoca o directamente falsa, sean las primeras interesadas en que no entendamos qué quieren decir. Y también que directamente estas marcas usen los vacíos legales existentes, asesoradas por sus abogados especializados, para poder usar la nomenclatura de manera errónea e impunemente. 
  3. Y relacionado con el anterior, este punto incide en la importancia de diferenciar entre etiquetas certificadas y autocertificaciones. No es lo mismo que un producto sea auditado y controlado por una entidad independiente que comprueba periódicamente la veracidad de su composición, sistema de producción, final de ciclo de vida, etc., que uno que se autodeclara sostenible («porque yo lo valgo»). 
  4. Vamos a por el cuarto. Se trata de reconocer marcas que explican la verdad y apostar por sus productos, aunque puedan ser más caros (que no siempre lo son, y si lo son quizás es porque lo deben ser). Existen múltiples fuentes y aplicaciones que te ayudan a filtrar empresas que no responden con los valores ambientales y sociales por los que tú quieres apostar. Una es la aplicación Buycott [buycott.com], para identificar las empresas que hay detrás de los productos y si estos responden a aquello que consideramos importante: sin maltrato animal, sin explotación infantil, sin transgénicos, de origen ecológico, etc. Más a nivel local y depende de donde vivamos existen mapas que permiten localizar tiendas con productos ecológicos y próximos. En Barcelona se puede consultar el Mapa Barcelona + Sostenible [bcnsostenible.cat/es/], pero existen ejemplos incluso a nivel de barrio. 
  5. Para acabar os propongo una fórmula más experimental. Resulta que no todos los productos que cumplan con los aspectos previos responderán a vuestras expectativas como consumidores. Me refiero a que quizás ese material que sustituye al plástico film transparente para conservar la comida, una vez lo pruebes, no te resulta práctico, su durabilidad es menor de la que esperabas, etc. ¡Esto puede pasar! Como con cualquier otro producto que consumimos. Pero a aquello que compramos de manera más irreflexiva y que no genera en nosotros ninguna expectativa en positivo, le exigimos menos y si no funciona, pues a otra cosa. En cambio, a los productos que están intentando cambiar el sistema desde la base y que puede ser que durante el proceso no sean perfectos, no les damos tregua. Deben ser perfectos desde el principio y si no lo son, ya nos dan el derecho a generalizar que todo lo que es más sostenible en realidad no funciona, es peor o es demasiado «hippie» para ser competitivo. 

 

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad 

Al final, lo más importante es ser consciente (y dedicar tiempo para serlo) para escoger «libremente» aquello que queremos consumir. Aunque nuestra opción final no sea la mejor, por lo menos lo sabremos y será nuestra responsabilidad. Y no sentiremos que escogen por nosotros, que nos engañan y que en realidad estamos consumiendo algo que no queremos. Y la mejor noticia: una vez hecha esa inversión de tiempo ya sabremos qué productos comprar, de qué empresas y dónde. Es una inversión, un proceso de aprendizaje que se acumula y que te permite, poco a poco, sentirte más empoderado en el momento de ejercer un gran poder: el de consumir. Porque como popularizó Spiderman en las recientes sagas de Marvel (aunque su origen se remonta a antes de Cristo, haciendo alusión a la espada de Damocles): «un gran poder conlleva una gran responsabilidad».

Además de nuestra responsabilidad como consumidores, el problema va mucho más allá del greenwashing. Tiene que ver con las empresas y su modelo de negocio centrado en el beneficio económico, pero también con las estrategias del poder, con la falta de políticas ambientales y sociales ambiciosas, con los poderes fácticos y lobbies existentes, con la incapacidad de la ciudadanía para rebelarse de manera organizada y con la manipulación de los medios de comunicación, entre otros muchos aspectos. 

El greenwashing no es el culpable de todo. Es más bien una de las consecuencias de un sistema caduco, insostenible e injusto. Es sólo la punta del iceberg. 

 

Bibliografía

Be the first to comment

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *