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La infraestructura social, más que lugares de encuentro: cuando la convivencia pasa a ser la base de la supervivencia

 
Alcanzar una sociedad más colectiva se ha convertido en un ‘mantra’ común que sentimos y repetimos en nuestra cabeza sin acabar de entender bien qué quiere decir. Vivir más en comunidad, de forma autogestionada y organizada desde la base son modelos a los que tender para sobrevivir en una sociedad que, de momento, todavía es individualizada, egoísta y miedosa. Pero, ¿cómo se construye esta colectividad? Cuando hablamos del colectivo, ¿a quién nos referimos? Hablamos de la gente como un todo, pero ¿quién es ese todo? ¿Cómo se comporta? ¿Qué le preocupa? Sólo las grandes empresas (sobre todo tecnológicas) o gobiernos con recursos cuentan con un conocimiento de su población para poder colarles todos los ‘goles ideológicos’ posibles. Pero las administraciones y entidades que trabajan para divulgar nuevos valores y una nueva cultura de la sostenibilidad no tienen ni idea de quienes tienen delante y tienen la sensación (acertada) de que siempre hablan a la misma gente mientras el resto sigue lejos y de espaldas a sus mensajes. Son necesarias más encuestas, estudios de públicos, focos, grupos, etc. que nos faciliten el conocimiento de los públicos que realmente tenemos delante y poder así segmentar el relato, los mensajes y los canales de comunicación con mayor impacto. Y quizás no siempre hace falta tanta segmentación pero sí encontrar nuevas maneras de llegar a una ciudadanía general que de general no tiene nada.
 
¿Y todo esto qué tiene que ver con la sostenibilidad? ¡Mucho! Más que con la sostenibilidad en sí, tiene que ver con cómo promovemos los valores ambientales (que son también valores sociales) entre una ciudadanía escéptica, aún incrédula con lo que no le interesa, que cada vez vota más a una derecha extrema y que vive de espaldas a su vecindad. En este contexto no me preocupa tanto explicar bien qué es el cambio climático y diferenciarlo del calentamiento global o hacer entender que tenemos otros retos más preocupantes como la contaminación de los acuíferos, por ejemplo. El chat gpt te lo puede contar con notas a pie de página si todavía no lo ves claro. La información está ahí, y cada vez es más fácil de filtrar. Por lo tanto, no se trata tanto de saber qué pasa y entenderlo (la evidencia no puede ser más evidente); sino de tener ganas de que ese conocimiento te conduzca a un cambio cultural de base. Un cambio que aunque no puede ser inmediato, sí empieza a ser más que urgente.

Portada libro de Eric Klinenberg

En esta búsqueda desesperada por entendernos como humanidad, entre charlas y conversaciones, he conocido el libro de Eric Klinenbert: ‘Los Palacios del Pueblo. Políticas por una sociedad más igualitaria’. Este autor americano es un sociólogo e investigador de estudios urbanos, cultura y medios de comunicación. Aunque su libro tiene un enfoque poco mediterráneo (ya que se basa en casos en Estados Unidos), su aplicación en ciudades europeas puede ser directa y se centra en la importancia de las infraestructuras sociales.

 
¿Qué se considera una ‘infraestructura social’?
La infraestructura social son los espacios físicos y las organizaciones que configuran las relaciones personales. No se trata del ‘capital social’, no debe confundirse. Cuando una infraestructura social es sólida, ésta fomenta que la vecindad y la comunidad se relacione, se apoye y colabore. Por ejemplo, las interacciones locales ‘cara a cara’ (sin pantallas de por medio) que se dan en escuelas, parques infantiles y mercados, cimentan toda la vida pública. La construcción de espacios físicos donde la gente se pueda encontrar también puede ayudar a establecer vínculos significativos entre los jóvenes, por ejemplo, que mientras tanto han buscado estos espacios en internet y, muchas veces, se han perdido.
 
Por infraestructuras sociales se incluyen, entre otras:
  • Instituciones públicas (bibliotecas, centros educativos, áreas de juego infantil, parques, terrenos deportivos, piscinas).
  • Las aceras, donde nos cruzamos con conocidas y desconocidas y donde todavía en los pueblos y en algunas callejuelas de la ciudad, la gente se atreve a sacar una silla para tomar el fresco hacia la tarde y charlar.
  • Los patios de las escuelas.
  • Los huertos vecinales.
  • Los espacios verdes.
  • Las organizaciones locales (iglesias, asociaciones vecinales, etc. si disponen de un espacio material consolidado).
  • Los mercados de alimentación, de muebles, de ropa, de arte y otros bienes de consumo. Ir a comprar el pescado de la comida puede ser para una persona mayor el momento más social del día. Y tiene mucho valor.
  • Los establecimientos comerciales con sus cafeterías, restaurantes, librerías…
  • El transporte público, un espacio donde los y las pasajeras conviven con la diferencia, la densidad, la diversidad y las necesidades de otras personas.
 

«Es imposible que exista una comunidad si no hay espacios comunitarios»

En una charla organizada por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) sobre ‘Ecologías de la esperanza. Relatos, emociones y política en un mundo en crisis’, Isaac Rosa autor de muchos libros entre los que destaco Lugar seguro’, dijo que si realmente queremos ser activistas ambientales y sociales, lo que debemos hacer es salir a pasear a la calle. No podemos dejar que el espacio público se privatice por culpa del miedo y una inseguridad que en realidad no existe pero que quieren vendernos para despistarnos y controlarnos. Por tanto, la expresión ‘las calles serán siempre nuestras’ tiene más sentido que nunca. Por dar un ejemplo sobre este sentimiento de seguridad, comparto una anécdota. Un día de invierno, estando en el pueblo por las vacaciones de Navidad, mi hijo me dijo que no había nadie en la calle a diferencia de nuestro barrio en la ciudad. Según él, esto era inseguro o él se sentía así. Y reivindicaba que los pueblos no siempre son más seguros que las ciudades. A él, ver gente a su alrededor le genera confianza. Estamos hablando de esto: de calles llenas de gente, de vida, de opciones para interrelacionarse, de oportunidades, de aprendizaje y paciencia para convivir sin conflictos. De hecho, durante la pandemia, con las calles vacías, la sensación de inseguridad incrementó mucho.
 
«Si realmente queremos ser activistas ambientales y sociales, lo que debemos hacer es salir a pasear a la calle (Isaac Rosa)»
 
Ya oigo las voces de los y de las escépticas que piensan que no todo el mundo establece vínculos en estas ‘infraestructuras sociales’. De hecho, muchas personas no es que tengan la intención de establecer estas relaciones de comunidad, sino que de forma inevitable y casi inconsciente y no premeditada, las relaciones prosperan cuando las personas tienen un trato prolongado y recurrente . Este simple hecho genera vínculos. Por ejemplo, el simple hecho de acompañar paseando a los niños a la escuela cada mañana hace que las familias nos encontremos, charlemos, e incluso, si se alinean las estrellas, vayamos a tomar un café por la mañana.
 
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Calle llena de gente.

Buena parte de los retos que tenemos ante: el cambio climático, el envejecimiento de la población, una desigualdad que no para de incrementar y grandes desavenencias étnicas; sólo podremos abordarlos si desarrollamos algunos intereses comunes. Cuando la infraestructura social se estropea, las consecuencias son que la gente reduce el tiempo que pasa en los espacios públicos y se refugia en la ‘seguridad’ de su hogar, las redes entre las personas se debilitan, aumenta la delincuencia, las personas mayores y enfermas se van aislando, los jóvenes se enganchan a las drogas y a ‘las pantallas’, se incrementa la desconfianza y cae en picado la participación ciudadana. Es decir, una infraestructura social sólida no sólo protege a la democracia sino que contribuye al crecimiento económico.
 
Una infraestructura social sólida no sólo protege a la democracia sino que contribuye al crecimiento económico.
 
La participación ciudadana, uno de los grandes retos que tenemos en el mundo de la sostenibilidad y en otros ámbitos sociales, se podría reforzar no únicamente con mensajes y elementos comunicativos que reiteran conceptos ya caducos e intentan llegar a una ciudadanía saturada; sino también reforzando la propia infraestructura social. Es decir, si se quiere fortalecer la participación en un barrio concreto sobre un problema relacionado con la limpieza de las calles y la recogida selectiva, por ejemplo, puede que tenga mucho más sentido reforzar sus espacios de encuentro para que el sentimiento de comunidad crezca, en vez de colgar carteles en las calles. Porque el sentimiento de comunidad puede contribuir en gran manera a cuidar más el espacio público y pensar más allá de nuestras necesidades, pensar más en lo que necesita nuestro entorno cercano.
 

Los entornos escolares pacificados y las supermanzanas, espacios de socialización

Como ya he comentado previamente, para muchas familias, el momento de llevar a los niños a la escuela o de recogerlos, resulta el momento de mayor carga social del día. Por tanto, los entornos escolares se convierten en espacios de encuentro, por tanto, infraestructura social. La pacificación de estos espacios, pues, se convierte en una acción, un conjunto de acciones que facilitan estos momentos de encuentro y que estas infraestructuras sean más confortables y seguras, y que, por tanto, la gente se quede más rato. Porque se encuentra agusto, porque se está bien, porque puede charlar mientras los pequeños y pequeñas juegan con los compañeros y compañeras antes de ir a casa, porque le apetece compartir novedades del trabajo o de la vida, etc. Y si lo puedes hacer en un entorno sin coches cerca, con espacios para sentarte, con sombras que protegen del sol y con algún elemento de juego… pues mejor.

Un entorno escolar pacificado.

Imagen de una Supermanzana de Barcelona.

En este sentido, los refugios climáticos y las supermanzanas se convierten en infraestructuras sociales de primer nivel, que cumplen más de un objetivo: pacificar espacios urbanos, reducir los niveles de contaminación atmosférica y acústica a nivel local, reducir la presencia de coches privados y promover el uso del espacio público por parte de personas (con la instalación de mesas, bancos y espacios de juego, además de verde urbano), etc. Todos estos aspectos son los que ya conocemos de las supermanzanas pero uno de los efectos más importantes de esta acción urbanística táctica, ahora en peligro de extinción, es la creación de espacios de encuentro. Espacios que estábamos perdiendo frente al coche y toda su parafernalia relacionada (plazas de aparcamiento y calles asfaltadas) y que hemos recuperado en algunas zonas de la ciudad de Barcelona. ¿Y qué ha ocurrido en estos espacios recuperados? Que la gente se está más, se relaciona más, crea comunidad, siente que la ciudad es más suya, la cuida más y la valora más.

Los espacios verdes con sombra son zonas donde el confort térmico es más alto.

 
El caso de los refugios climáticos es similar ya que al preparar la ciudad para adaptarse al incremento de temperaturas también se están adecuando espacios públicos (bibliotecas, espacios verdes, escuelas, etc.) para que las personas se puedan proteger del calor a la vez que socializan y ocupan el espacio público. Por tanto, los refugios climáticos son infraestructuras sociales que además se convierten en estructuras de adaptación al cambio climático. Se trata de encontrar formas de responder a los retos climáticos y ambientales que tenemos por delante respondiendo a diversas necesidades a la vez.
 
Los refugios climáticos son infraestructuras sociales que además se convierten en estructuras de adaptación al cambio climático.
 

El transporte público, un espacio de ensayo para empatizar y convivir

Nunca se me había ocurrido que el uso del transporte público fuera una oportunidad para fomentar la cooperación y la confianza, puesto que expone a la gente a comportamientos inesperados y cuestiona los estereotipos sobre la identidad grupal. Aunque pueda parecer que mucha gente en el metro sólo puede generar mal humor y conflicto, es muy probable que lleve más a la necesidad de entendimiento, ayuda y empatía. Por tanto, el transporte público, más allá de ser más sostenible y económico que un coche privado, también permite establecer relaciones sociales. En ese caso también nos encontraríamos con un doble uso de una infraestructura de movilidad como el transporte público: un lugar de encuentro y una opción más sostenible y equitativa de movernos.
 
Sin embargo, puede parecer que un vagón de metro lleno de gente o un autobús donde no cabe ni una aguja no son espacios idóneos para socializar. La gente se pisa sin querer, siempre hay quien abusa del uso de los asientos, y también quien no tiene el civismo por bandera. Pero de manera general, si nos fijamos, hay como códigos de comportamiento: dejar salir antes de entrar, permitir el paso a la gente que tenga que salir, ceder el asiento a la gente que más lo necesite, ayudar a alguna persona mayor a bajar o subir o a una persona de movilidad reducida, permitir al del lado del asiento salir cuando es su turno, etc. Todo esto, que puede parecer elemental, no lo es si no lo practicas. Si nos cerramos cada una en su vehículo y no interaccionamos, podemos llegar a olvidar ciertos códigos de conducta que no sólo sirven en el sitio in situ sino también en otros espacios donde relacionarse es clave: en el mercado (quién es el último o última?), en la biblioteca (dejar el libro donde toca, una vez consultado), en el parque cercano a casa (haciendo cola en los columpios o en el tobogán), etc.
 
 
¿Realmente será el mantenimiento del espacio público lo que más necesitamos? El pez que se muerde la cola
Otro de los aspectos que me ha llamado la atención del libro de Klinenberg ha sido el efecto denominado ‘ventanas rotas’. Consiste en la evidencia probada de que si un espacio urbano tiene muchas ventanas rotas, que dan sensación de abandono y dejadez, hay más delitos, se acumula más suciedad y la gente está menos en la calle. Y digo probada porque se han hecho experimentos muy sencillos en los que se han arreglado algunas ventanas o se han limpiado solares abandonados, y eso ha mejorado la percepción del espacio y ha reducido la delincuencia. Y por tanto, ha incrementado la sensación de seguridad.
 
¿Quiere decir esto, pues, que si limpiamos las calles (con nuestros impuestos), la gente será más cívica en todos los sentidos? ¿Con menos delincuencia y mayor conciencia de ciudadanía corresponsable? ¿O esto es demasiado ambicioso e ingenuo? ¿Se supone que si la gente ve que su ayuntamiento limpia más las calles, la ensuciará menos? Aquí ya entramos en la ciencia del comportamiento (que dará para uno o dos posts) que intenta explicar por qué la gente hace lo que hace o no hace lo que debería hacer. En cualquier caso, el mantenimiento del espacio público está claro que es clave y que influye en la percepción ciudadana y la mueve a plantearse su propia manera de interactuar con éste.

Espacio urbano aseado y limpio.

Por ejemplo, en algunas ciudades de Holanda, han hecho la prueba de ‘mejorar’ el entorno de los contenedores de recogida de residuos. Cuando digo ‘mejorar’ quiero decir poner césped y atrezzo que invita incluso a quedarse un rato. Esto ha hecho reducir drásticamente que la gente tire la basura fuera de los contenedores porque, supongo, le sabía mal ensuciar un espacio limpio. Parece evidente que cuesta mucho menos ensuciar un espacio ya sucio. La pregunta es si esta gente tira igualmente la basura mal unos metros más allá… Pero lo que me preocupa es tener un comportamiento paternalista con la ciudadanía y limpiar cada papel que tira al suelo o cada graffiti que hace. Está claro que el objetivo es disfrutar de una ciudad limpia y que esto puede inducir a que la gente no ensucie. Pero no sé si éste es el camino y no lo sería más sensibilizar y promover una cultura de corresponsabilidad y de cuidado del bien común, en lugar de ir limpiando cada colilla que la gente tire.

Seguramente la mejor estrategia es hacer ambas cosas a la vez. Y una de ellas es dar la importancia que tiene a las infraestructuras sociales como acción de mejora urbana compartida. Son infraestructuras que ya tenemos pero que hay que cuidar y reforzar, hacerlas multifuncionales (estructuras adaptativas, como los refugios climáticos) y convertirlas en una forma más humana y orgánica de transitar hacia un modelo más colectivo y realmente resiliente.
 
Las conversaciones en la calle nos pueden salvar la vida. La empatía se construye desde las relaciones. El espacio público es nuestro, debemos ocuparlo, cuidarlo y disfrutarlo. Y quizás esto tan simple nos salva la vida.
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