Hasta ahora, el análisis de la problemática ambiental ha protagonizado el discurso ambiental pero rara vez se plantean las soluciones más allá de apagar la luz cuando sales de una habitación, de cerrar el grifo mientras te limpias los dientes o de reciclar correctamente. Escuchar esto empieza a resultar inútil, e incluso, contraindicado sea cual sea el público objetivo. Por un lado, los y las convencidos / as que siempre lo hemos hecho de manera natural y lógica, nos sentimos desanimados viendo que los mensajes no cambian; mientras que los que aún no lo hacen, se han vuelto ‘inmunes’ a según qué mensajes ya que consideran que con estas acciones no salvarán el mundo.
En contraposición a estos ‘consejos’ cotidianos, nos llegan noticias sobre la emergencia climática (que nos cuesta de digerir y que quizá responden a una moda pasajera, como el fenómeno de ‘Greta Thunberg’), sobre la ingesta inconsciente de microplásticos, sobre las muertes causadas por la contaminación del aire en las ciudades, o sobre el impacto ambiental asociado al desarrollo de las potencias económicas emergentes: China, India, África … Frente este cambio de escala, del problema cotidiano al reto global, nos sentimos impotentes e incapaces de actuar.
«Hay que difundir historias de experiencias que han funcionado y tenemos que percibir que contamos con gobiernos concienciados y capaces de actuar.»
En este contexto de infoxicación y contrastes escalares, la ciudadanía necesita mensajes claros y acciones contundentes. Por un lado, hay que difundir historias de experiencias que han funcionado: de ciudades saludables, de ríos regenerados, de comunidades autosuficientes y felices, etc. Porque aunque estas experiencias nos puedan resultar lejanas o nos resulte difícil aplicarlas a nuestra rutina, permiten abrir una pequeña brecha en todas aquellas ideas preconcebidas de cómo deben ser las cosas.
También resulta necesario sentir que contamos con gobiernos concienciados y capaces de actuar. En este sentido, dicha percepción no se puede tener ya que en cuanto a la emergencia climática, no queda nada claro que tras la COP25 en Madrid las administraciones estén dispuestas a reducir las emisiones de manera drástica. ¿Como vamos a ponernos nosotros las pilas si vemos que aquellos que pueden tomar decisiones a nivel global no se lo creen o, en todo caso, sí lo hacen pero no hacen nada al respecto, o dicen no pueden? Está claro que la economía aún manda, el afán de lucro nos dirige hacia el abismo. Aún hoy en día lo que nos dirige es el dinero, no las personas.
Y por último, hay que plantear esta década (la del 2020-2030) como la década del ‘recuperar la esencia’, lo que tiene valor para nosotros: tener cosas que apreciamos, contar con el tiempo suficiente para disfrutarlas, querer y ser queridos, disfrutar de una buena salud, etc. Hacer de este mundo un lugar mejor. De hecho, lo que nos hace más felices no suele ser lo que nos está llevando a la catástrofe ambiental, social y económica. Por lo tanto, ¿por qué no recuperar valores y desprendernos de pesos innecesarios e insostenibles?
«Si todo lo que ahora mismo resulta imprescindible desapareciera; lo que nos permitiría vivir y ser felices sería un trozo de tierra, un techo bajo el cuál vivir y una comunidad con la que crecer en valores.»
Ahora haré un salto quizás demasiado atrevido, pero lo haré, como buena cinéfila entusiasta de las distopías ficticias que han llegado a la gran pantalla. ¿Recordáis Wall-e (2008), película de animación donde la única esperanza de toda la humanidad, ya expulsada por la contaminación del planeta, es una planta en una bota; que acaba funcionando? ¿Recordáis Marte (2015), donde un Matt Damon de la NASA consigue sobrevivir plantando patatas en sus propias heces? ¡Porque la esencia es la vida! Tenemos un planeta que nos ofrece las difíciles cualidades combinadas de un aire respirable y una tierra cultivable: y eso que nos permite vivir es lo que estamos perdiendo viviendo de manera insostenible. Hacer este ‘reset’ nos puede ayudar a priorizar y entender que quizás nos hemos complicado demasiado la vida y que si todo fallara, si todo lo que ahora mismo resulta imprescindible desapareciera; lo que nos permitiría vivir y ser felices sería un trozo de tierra, un techo bajo el cuál vivir y una comunidad con la que crecer en valores.
Yo creo en dos cosas: en la capacidad de las personas de cambiar el mundo en su día a día y en nuestra resiliencia como especie. Estoy convencida de que el día que no se pueda acceder a 20 tipos diferentes de papel higiénico o 30 clases de galletas; o que esté prohibido circular en coche o disponer de energía y agua a todas horas; nos adaptaremos y estaremos bien. Pero, antes de pensar en ese día, también pienso que podemos cambiar muchas cosas con pequeñas acciones y, mientras, ir ensayando otra manera de vivir. Ya no estamos a tiempo de parar los cambios que vendrán, sólo estamos a tiempo de reducirlos y de adaptarnos a ellos.
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