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Ciudad verde, naturaleza domesticada

‘Los humanos se refugian en lo que consideran que es su mundo, miran de alejarse de las fieras y de los miasmas y creen que tienen que domesticar la naturaleza. Esto los hace perder de vista las conexiones que los unen a la naturaleza, el calor que les viene del sol, que hace crecer las plantas o los animales de los cuales se alimentan, como es que tenemos agua dulce potable en los continentes, por qué nuestra atmósfera es tan diferente de las de Venus o Marte, semblantes entre sí…’ Así habla Jaume Terrades de la relación entre la naturaleza y la especie humana en la introducción de la reciente publicación de la Diputación de Barcelona sobre Educación ambiental (2017),   ‘D’on venim? Cap a on anem?».

El ‘por qué’ de la obsesión de renaturalitzar
Las ciudades se quieren poner verdes, recuperar espacios de contacto con la fauna y la flora. Últimamente esto es tendencia. Las políticas municipales apuestan por llenar las calles de especies vegetales, tanto a través de la acción municipal directa y desde el diseño del espacio público, como permitiendo a la ciudadanía gestionar su ‘porción de verde’ en la vía pública (en los alcorques, por ejemplo) o impulsando que los entornos privados (balcones, cubiertas, jardines privados) también se llenen de follaje silvestre. ¿Pero por qué nos interesa tanto este aspecto? ¿Por qué se promueve la biodiversidad urbana tanto desde la arquitectura, el urbanismo o incluso la salud pública? ¿De dónde proviene este repentino interés? Sabe mal reconocer que detrás de la aprobación y el proteccionismo humano parece que siempre tenga que haber un beneficio propio, una relación de simbiosis donde ambas partes tienen que recibir de alguna manera. Pero así es. 

Una visión al respeto, menos antropocéntrica, sobre por qué buscamos el verde sería:

  • Para recordar qué somos (animales) y que convivimos con otros seres vivos. Por lo tanto, para permitir que otros animales vuelvan a la ciudad, recordar y darnos cuenta de que formamos parte de una pirámide alimentaria, de un sistema ecosistémico ahora en claro desequilibrio, que no estamos solos, que no somos el centro del universo.
  • Hacer posible que nuestros hijos e hijas aprendan de la naturaleza, sin tenerle miedo, sin querer dominarla ni manipularla, sino respetándola y conviviendo con ella. Y la mejor manera de hacerlo es estar más en contacto con ella en nuestro entorno habitual, la ciudad.

Otra visión, más antropocéntrica, respondería a la misma pregunta diciendo:

  • Porque necesitamos la naturaleza y todo aquello que nos ofrece: aire más limpio, ambiente más fresco, sombra para refugiarse, un entorno menos ruidoso, etc.
  • Porque los parques, jardines, balcones con flores, vía pública con árboles… dibujan un paisaje urbano más agradable, atractivo y gratificante para la ciudadanía.

¿Con cuál de estas respuestas nos sentimos más identificados? ¿Quién quiere recordar que somos animales y que tenemos que vivir en convivencia con otras especies? ¿Quién quiere compartir la ciudad realmente con otros animales que no sean los humanos? ¿A quién le interesa la pirámide alimentaria si ya tenemos claro donde ir a comprar para alimentarnos? Seamos sinceros y reconozcamos que la naturaleza nos sienta bien, nos gusta, nos apetece, nos permite desconectar del gris y ser más felices.

 

Una vez respondida esta pregunta, nos podemos plantear otras, siguiendo en la línea antropocéntrica:

  • ¿Preferimos un verde urbano desordenado, entrópico, 100% natural? ¿O un verde simétrico, en ángulo recto y bajo control?
  • ¿Estamos dispuestos a convivir con abejas, pájaros, insectos diversos, artrópodos, ratones, etc? Porque renaturalitzar la ciudad también quiere decir esto. El verde no viene solo sino que se acompaña de animales, no siempre bienvenidos.

Si abandonamos una casa, un jardín, un huerto, ¿qué pasa? Pues que las especies más sensibles son invadidas por las más fuertes, que crecen de manera poco estética llenando cada agujero o espacio vacío. La naturaleza conquista los espacios vacíos, abandonados, poco cuidados. Y normalmente esto va seguido de la aparición de fauna no deseada. ¿A quién le gusta tener una casa abandonada al lado o un solar donde sólo hay malas hierbas y ratones y gatos abandonados? Reconozcamos que no sabemos convivir con otras especies. Reconozcamos que sólo nos sentimos cómodas en un verde conocido, controlado, diseñado, armónico y desparasitado. No pasa nada, es así. Y cuando deseamos encontrarnos con el verde más auténtico, salimos de la ciudad y nos refugiamos en los bosques y prados, o subiendo una montaña. Entonces el desorden es bienvenido, porque no está allá cada día, porque es anecdótico y, por lo tanto, no hay que acostumbrarse a él.

Fauna y flora urbanita, no tan bucólica De alguna manera, todo el mundo se siendo atraído por el contacto con la naturaleza. Muchos de nosotros ‘tenemos un pueblo’ donde hemos podido crecer más en contacto con espacios abiertos donde animales, árboles y arbustos no nos eran extraños, aunque fuera un par de meses al año. Incluso nuestros padres y madres crecieron en un entorno menos urbano y a pesar de vivir en Barcelona desde jóvenes, su Barcelona no es la actual. Aquella todavía tenía huerta cercana a las casas y campos segados entre universidades y zonas residenciales. Pero nosotros, los nacidos alrededor de los 80, hemos crecido en una Barcelona cada vez más pavimentada, más ‘aseada’ urbanísticamente. Dónde cada arbusto respondía a unas medidas prefijadas desde la administración, donde los herbicidas y plaguicidas han controlado el exceso de fauna, donde la fauna y la floran ha ido perdiendo espacio en favor del cemento y del coche. Y esto se ha asociado a progreso, a desarrollo. Regular nuestra relación con la naturaleza nos ha hecho sentir seguros y seguras ante una naturaleza imprevisible.

Ver un animal en la ciudad es extraño, menos en el caso de los mosquitos, las moscas y los palomos, de tonalidades grisáceas similares a las urbanas. Esta es mucha de la fauna que actualmente relacionamos con la ciudad, pues: los mosquitos (molestos, innecesarios, enturbiadores de noches enteras), moscas (las más ‘cojoneras’, innecesarias, sucias, insistentes…), las cucarachas (asquerosas, motivo de más de un ataque de pánico, ves una y hay centenares), los palomos (que cagan ácido puro, incordian y son ‘kamikaces’, unos incomprendidos, siempre despreciados), la famosa cotorra (ruidosa, invasora y descolocada del todo en nuestros plataneros), los ratones (del metro, de los bajos, de algunas calles), las hormigas (oportunistas, trabajadoras incansables… no dan asco ni asustan pero no generan tampoco ningún aprecio especial), los cerdos jabalíes (que rebuscan en la basura de los vecinos de la zona alta, cercana a Collserola, entre miradas de curiosos que mejor no se acercan), etc. Y no entro en los murciélagos en verano, las arañas, los ‘pececillos de plata’, los tábanos, etc. Eso sí, hay animales con los que tenemos más buena relación: los gorriones, las golondrinas, las mariposas, las mariquitas, las ardillas e incluso las salamanquesas, que hacen bonito en la pared de la terraza y además se comen los mosquitos.

Que levante la mano quien esté dispuesto a convivir con todos estos animales. Que levante la mano quien esté dispuesto a incluso cuidarlos. Porque si el verde vuelve a la ciudad, también lo harán algunas especies animales, seamos conscientes. Yo estoy dispuesta a asumirlo, pero quiero que me informen, que me expliquen… porque quiero saber reaccionar y transmitir a mis hijos los valores que tanto defiendo. Está claro que los beneficios del verde para nuestra salud física y mental son evidentes, la pregunta es si el verde más el gris de la ciudad, en convivencia, nos pueden ofrecer estos mismos beneficios o si nos generarán más estrés y rechazo que otra cosa. No tengo las respuestas, de momento sólo las inquietudes. Múltiples estudios explican el beneficio de estar en contacto con la naturaleza y también el perjuicio de no estarlo. Educar rodeado de verde empieza a ser tendencia (dar clase fuera de clase) y la salud infantil se ha demostrado que se ve directamente beneficiada por el contacto con la naturaleza. Pero, ¿quién ha entrado a pensar en las consecuencias reales, no teóricas, de tener jardines, paredes vegetales, cubiertas verdes, balcones inundados de flores y plantas, huertos urbanos comunitarios y privados, etc? Podremos convivir sin plaguicidas ni insecticidas? ¿Podremos asumir las reglas del juego?  Hace años expulsamos la naturaleza por miedo a las enfermedades, principalmente. Pensemos bien como hacer esta renaturalización y sobre todo, comuniquémosla muy bien porque sino la ciudadanía se sentirá confusa y no será partícipe de esta recuperación del espacio público. Todo serán quejas e incomprensión. ¡Explicar el por qué puede ayudar y mucho!

Naturaleza y civilización, antagonismos históricos Para acabar, recuperar de nuevo las reflexiones literales de Jaume Terrades. No lo podría decir mejor ni de manera más cercana.

‘En la historia de las sociedades humanas que descubrieron la agricultura y construyeron ciudades, la naturaleza aconteció, en la percepción de la mayoría, antagónica de la cultura y de la civilización (al fin y al cabo, civilización, como ciudad, viene de civitas, ’ciudadanía’). Esta disociación entre humanidad y naturaleza es un malentendido, un error de perspectiva de consecuencias muy graves. Los humanos construyen contra la naturaleza, para poner barreras a los peligros que provienen de esta. Cormac McCarthy escribe en su novela “Meridiano de sangre” que «quién construye en piedra mira de alterar la estructura del universo». Es una buena manera de decir- lo (…).

El antagonismo humanos-naturaleza subsiste, incluso, en el lenguaje técnico de la gestión ambiental: ahora mismo es moda hablar de los servicios que la naturaleza nos ofrece, identificarlos y, dentro de lo posible, cuantificarlos en términos económicos. Pero así la naturaleza se ve como algo externo, puesto que su existencia se justifica porque nos proporciona servicios. Cómo después revisaremos, se trata de un enfoque antropocéntrico: en realidad, nosotros somos naturaleza. Parece que hay que demostrar a gestores y economistas lo que, para los humanos primitivos, era una evidencia tal que ni se la planteaban: no podemos prescindir de la naturaleza. Nuestra ridícula soberbia de especie nos ha ido cegando ante un hecho obvio.’

*Gracias Carmen Vegara y José Villagordo por compartir vuestros recuerdos conmigo.

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